domingo, 17 de abril de 2011

Justicia para erizos. Una conversación filosófica con Ronald Dworkin


Stuart Jeffries conversó con Ronald Dworkin, uno de los más grandes iusfilósofos vivos, a propósito de su último libro, Justice for Hedgehogs.

Ronald Dworkin se maravilla viendo tocar el piano a su amigo Alfred Brendel. Y se pregunta: "¿Por qué toca como toca? Cuando toca una gran sonata, por ejemplo, debe de pensar que su interpretación es mejor que otras interpretaciones; si no, no tocaría como toca, ¿no es cierto?".

Estamos tomando café en el amplio salón, sobriamente moderno, de su casa de cuatro plantas en Belgravia. Dworkin, que no sólo es profesor de filosofía del derecho en la New York University, sino también Jeremy Bentham Professor of Jurisprudence en el University College London, y uno de los más grandes juristas académicos de la era de la postguerra, posee otras casas –en Nueva York y en Martha's Vineyard—, pero esta es la más grande. Se reclina suave, donosamente en su sillón gris.

Sonríe mientras me asalta con preguntas y respuestas que me dejan desarmado. "¿Por qué cree [el pianista Brendel] que su interpretación es mejor que las otras? Tiene que pensar que es mejor, y la cuestión es por qué. No es porque lo que él toca sea más hermoso que cualquier otra cosa que él mismo pudiera tocar. Porque, si a lo que aspirara fuera a la belleza, podría desviarse de lo que escribió el compositor. En cambio, se atiene fielmente a la partitura. Y sin embargo, no se limita a tocar la música del compositor, sino que la interpreta."

Farfullo algo fatuo sobre lo que me gustan las interpretaciones que hace Brendel de las últimas sonatas de piano de Schubert. Sólo luego me percato de que debería haber citado lo que escribió Dworkin sobre T.S. Eliot en su último libro Justice for Hedgehogs. Eliot dijo que los poetas no pueden escribir poesía sino como parte de una tradición que ellos interpretan, y por lo mismo, reconfiguran retrospectivamente. Y debería haber añadido entonces que eso es verdad para todos los intérpretes: poetas, pintores, tal vez incluso para profesores con dos amedrentantes cargos académicos. Pero no lo hice.

Sino que me dejé llevar por ideas que no estaban a la altura. ¿Por qué habla Dworkin de Brendel? Después de todo, un artículo que leí mientras preparaba esta entrevista hablaba sobre Dworkin y Brendel. "Estas inteligencias gigantes están entreveradas en un cuarteto apasionante y enternecedor. Irene, la esposa de Brendel de 31 años, sale con el Profesor Dworkin. Para no ser menos, Moravian, Brendel de nacimiento, encontró con 75 años holgura y solaz en una mujer italiana de unos cuarenta y tantos llamada María. ¿Un titular para el Daily Mail?: "Extraño cuarteto para Brendel". Dejemos de lado la moralina del Daily Mail: si Dworkin continúa siendo amigo de Brendel mientras confiesa que Irene es su "vieja e íntima compañera", entonces bien está, para él y para todos los involucrados.

Estuvimos dos horas conversando sobre política fiscal estadounidense, sobre matrimonio homosexual y sobre el derecho al aborto. Al escucharlo, uno se siente como un hombre a punto de ahogarse y que inopinadamente vislumbrara un barco través de la niebla, a sabiendas de que nunca logrará acercarse lo bastante como para abordarlo. Más o menos así me sentí cuando leí Justice for Hedgehogs: el profesor de una filosofía grandiosa reflexiona a los 79 años, tal vez en su fase final, sobre qué es la verdad, qué significa la vida, qué precisa la moral y qué exige la justicia.

El asunto de cómo toca el piano Brendel no anda lejos de todo eso. El libro de Dworkin insiste en que historiadores, artistas, juristas, críticos y filósofos, todos ellos, quieran que no, están comprometidos con la interpretación. Cuando haces un juicio moral o político, pongamos por caso, sobre el matrimonio homosexual, estás formulando una interpretación.

Pero hay aquí un giro que hace polémico su libro. Dworkin insiste en que muchas interpretaciones son verdaderas o falsas. Es verdad que sería tonto decir que cuando Brerndel ejecuta el andante de la Sonata de Schubert en A mayor, encuentra la única interpretación verdadera; lo correcto sería decir que su objetivo es interpretarla mejor que nadie. Pero el juez que interpreta una ley del pasado no sólo intenta interpretarla correctamente, sino que su juicio es o verdadero o falso. O al menos eso es lo que sostiene Dworkin.

¿Por qué importa esta afirmación ? "Bueno, por ejemplo, si yo digo que el aborto es malo, creo que lo que digo es cierto, y no que es una opinión tan legítima como otras. Odio que la gente diga: "Está bien que los homosexuales contraigan matrimonio, aunque ésta es sencillamente mi opinión". "Tu puedes pensar que es exactamente tu opinión, o puedes no sostenerla" Imagínate a un juez que acaba de sentenciar a un hombre a cadena perpetua diciendo: "Otros jueces podrían verlo de manera diferente y ellos tienen derecho a expresar sus opiniones". ¿Quién podría decir tal cosa de manera razonable?

Y sin embargo, cuando Dworkin –un graduado de Harvard y Oxford nacido en Rhode Island, otrora empleado en New York del maravilloso juez Learned Hand— comenzó a enseñar en las Facultades de Derecho en 1950, se encontró con muchas personas dispuestas a decir cosas así. "Estaba de moda decir que no había una respuesta correcta para las cuestiones jurídicas. Pero si tu dices que no hay una respuesta correcta al interpretar una ley, y estás hablando de justicia, entonces verdaderamente no estás tocando los problemas que importan. Muchos intelectuales piensan efectivamente que los juicios morales o jurídicos son simplemente expresiones emotivas sin base cognitiva. Freddie Ayer argumentaba que los juicios morales son simplemente gruñidos de aprobación o desaprobación."

Hay dos cosas que hacen plausible la tesis del gruñido: dios y la ciencia. Dios, arguye Dworkin, nos dicta leyes morales, de cuya verdad él mismo es garantía. Pero el desarrollo de la ciencia, argumenta, trae consigo el escepticismo sobre la existencia de dios, y por lo mismo, la duda de que pueda ser garantía de veracidad de nuestros valores. Los métodos de la ciencia también socavan nuestras creencias en valores objetivos. "La idea es que no estamos autorizados a pensar que nuestras convicciones morales son verdaderas, a menos que lo exija la razón pura o sean producto de algo que hay en el mundo". En su libro, Dworkin llama a eso "el Gibraltar de todos los peñones mentales". Dworkin piensa que debemos vencerlo. Sin embargo, las reglas de Gibraltar tutelan las olas de la filosofía: un número reciente de Philosophy Now está dedicado a la muerte de la moralidad. Si los juicios morales no pueden ser verdaderos, ¿para qué los necesitamos?

Cuando hace 30 años comencé a estudiar filosofía, mi libro de texto para el grado presentaba como naturales el relativismo y el escepticismo morales. El texto se llamaba Ethics: Inventing Right and Wrong, de John L. Mackie, y comenzaba así: "no hay valores objetivos". Sugería Mackie que los conflictos de valores revelan que éstos no pueden ser verdaderos (yo apoyo el matrimonio homosexual, mientras tú, monstruo, piensas que es una desgracia.)

A fines de los 70, Dworkin solía discutir con Mackie en el University College de Oxford. Me dice: "Mi respuesta a John, antes como ahora, es que su escepticismo es autonulificatorio. Cuando Mackie dice: "Todas las proposiciones morales son falsas", ésa es una proposición moral que es falsa, si la proposición "Todas las proposiciones morales son falsas" es verdadera, que no lo es. ¡Ajajá!, una versión de la paradoja cretense del mentiroso, aquel Doctor que usaba construir robots inteligentes que cortocircuitaban y explotaban.Por desgracia Mackie murió en 1981, y no sigue entre nosotros para replicar.

Pero, si los valores morales objetivos no están en el mundo, ¿dónde se esconden? Lo que Dworkin nos viene a decir en su libro es cuándo podemos pensar de manera justificada que algunos juicios de valor son verdaderos, y es a saber: "cuando podemos pensar justificadamente que nuestros argumentos para sustentar su verdad son argumentos adecuados". Mas ¿no resulta eso circular? Sí, pero Dworkin arguye que es circular en el buen y no en el mal sentido.

Estupendo. ¿Y a qué sorprenderse, si a fin de cuentas el libro se intitula Justicie for Hedgehogs (Justicia para erizos)? El título hace referencia a una distinción del filósofo político liberal Isaiah Berlin entre erizos y zorros, fundada en una antigua parábola griega. El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una cosa estupenda. Dworkin es un erizo. "El erizo es una imagen antipluralista. Pluralista era el pensamiento popularizado por Isaiah Berlin, conforme al cual hay verdades, pero están en conflicto. Yo creo que eso es falso. Las verdades en el dominio de los valores no son más conflictivas que las verdades científicas."

No es ésta la primera vez que Dworkin escribe apelando a la atractiva vida salvaje. En una ocasión escribió un artículo intitulado "Algunas cebras rosas", preguntándose si algo que podemos imaginar pero no existe puede ser tan real como algo que existe. Justicia para erizos tiene un aire similar de discusión sobre el número de ángeles que pueden bailar simultáneamente sobre la punta de un alfiler; pero su horizonte es más amplio.

Dworkin construye un detallado sistema axiológico –que abarca la democracia, la justicia, la obligación política, la moralidad, la libertad y la igualdad—, a partir de sus propios conceptos de dignidad y autorrespeto. Tampoco aquí se muestra Dworkin afín al espíritu de la época. "El grueso de la filosofía actual está sumergida en la autorrenuncia. La mía, en cambio, comienza con la autoafirmación, que fue popular entre los griegos como Aristóteles y Platón, pero no lo es ahora. En nuestros días, la moral se percibe como autosacrificio. Yo trato de mostrar por qué es eso falso."

¿Por qué importa la autoafirmación? "Tenemos la responsabilidad de vivir bien. Nuestro reto es obrar como si nos respetáramos a nosotros mismos. No basta con disfrutar de nosotros mismos. " ¿Pero acaso no choca la autoafirmación con nuestros deberes morales para con los demás? "No. Nuestro primer desafío es vivir bien –eso es la ética—, e indagar luego cómo ese desafío se vincula con lo que debemos a otras personas, que eso es la moralidad. La conexión es por partida doble. Por un lado está el respeto por la importancia de la vida de otras personas. Por el otro, la igual preocupación por sus vidas."

Imaginad que estáis en un bote salvavidas y tenéis que decidir cuál de dos niños hay que arrojar por la borda, destinado a morir. Si sois utilitaristas y creéis que lo que importa en moral es maximizar la felicidad del mayor número, entonces no tendréis que preocuparos si el niño que va a morir es vuestro hijo o el otro. El sistema dworkiniano, en cambio, afirma que estaréis justificados si a quién salváis es a vuestro hijo. ¿Por qué?. "¡Porque es mi hijo! Porque es una parte de lo que para mí significa vivir. Es parte de mi vida, ante la cual soy responsable." Esperemos que sus dos hijos gemelos, Anthony y Jennifer, siempre hayan encontrado tranquilizadora esa parte de la filosofía de su papi.

"Ese tipo del parcialidad no puede funcionar en política: usted no puede eximir a alguien de pagar impuestos porque es su hijo. Pero en el ámbito moral funciona: se puede salvar a alguien porque es mi hijo, mientras, al mismo tiempo, se respetan las vidas de otras personas. Cada persona tiene que tomar en serio su propia vida: debe pensar que es importante que su vida tenga un rendimiento positivo, en vez de verla convertida en una oportunidad desperdiciada. Estoy hablando de dignidad. Es un término del cual abusan los políticos, pero una teoría moral que quiera hacerse respetar debe avanzar a partir de ese concepto."

Sus opiniones éticas tienen un sabor especial, precisamente por centrarse en el concepto de dignidad. En sus escritos tempranos, Dworkin no descartaba la posibilidad de que para un niño que nace con una incapacidad horrible, o para alguien condenado a un estado vegetativo persistente, fuera mejor terminar: una vida sin dignidad no vale la pena. En el libro que estamos comentando reflexiona sobre el aborto con la noción de dignidad en la cabeza. Dworkin cree que "en muchas circunstancias, el aborto es un acto de autodesprecio". "Una mujer traiciona su propia dignidad cuando aborta por motivos frívolos: para evitar tener que reprogramar una fiesta, por ejemplo. Pero en otros casos yo juzgaría de manera harto distinta: por ejemplo, cuando las perspectivas de vida decente para una adolescente se vieran truncadas si se convirtiera en una madre soltera. Si el juicio es verdadero o falso en un caso particular, sigue siendo un juicio ético y no uno moral. La decisión debe dejarse en manos de la mujer, en la medida en que la dignidad exige que todos se hagan responsables de sus propias convicciones éticas." "¿Qué podemos decir del feto?" "Dado que un feto en los primeros meses de gestación no tiene intereses propios –no más que una flor—, no hay porqué suponer que tiene derechos que protejan sus intereses."

Esta misma perspectiva lo lleva a argumentar que hoy, en muchos países, los impuestos son injustos, y no porque retengan demasiado, sino demasiado poco. "Hoy, en los EEUU, muchos estados se quedan sin dinero para hacer las cosas que hacen. Tienen que sostener las fuerzas policiales, los cuarteles de bomberos y la mayor parte de las cosas que hacen para salvaguardar a las personas de una muerte indigna." Dworkin toma prestada de Kant la preocupación por la dignidad que debemos a los otros: la idea de que no es posible el autorrespeto, a menos que tratemos objetivamente bien a las otras personas. "Y eso no pasa en EEUU."

El argumento de que los impuestos deberían elevarse –sin duda especialmente impopular en esta era de la austeridad – apunta de manera directa a los norteamericanos de clase media. "En mi país solíamos tener un triángulo, con los pobres en la línea inferior. Ahora tenemos un rombo –las clases medias son más numerosas, hay desprecio por los que están por debajo, lo que se expresa en una falta de disposición a tolerar aumentos de impuestos, cosa que socava la libertad de todos."

Al final del libro, escribe Dworkin: "Sin dignidad, nuestras vidas duran a lo sumo lo que un pestañeo. Pero si nos las arreglamos bien en punto a llevar una buena vida, entonces creamos algo más. Escribimos una nota al pie de nuestra mortalidad. Hacemos de nuestras vidas diminutos diamantes obsequiados a las arenas cósmicas."

¿Logró Dworkin convertirse en un diminuto diamante en las arenas cósmicas? Su deslumbrante carrera intelectual; sus 42 años de matrimonio con Betsy Ross, la hermosa hija de un rico neoyorquino fallecida en el año 2000; su consuelo romántico en el invierno de la vida; su agudeza y curiosidad por los argumentos, todavía imponentemente amedrentantes, como tuve ocasión de experimentar en carne propia.

Lo que Dworkin dice a modo de respuesta me hace notar que debo poner fin a la partida. "He intentado ser responsable de mis decisiones y tener una vida auténtica. Cuando yo era un abogado de Wall Street, descubrí que no deseaba esa vida. Entonces fui e hice lo que más me satisfacía: pensar, argumentar sobre cosas difíciles, importantes y gratificantes. He tratado de hacerlo bien. No puedo decir si he tenido éxito."

Ronald Dworkin, uno de los más grandes iusfilósofos de nuestro tiempo, es profesor en las universidades de Oxford y Nueva York. Su último libro (Justicia para erizos) es, entre otras cosas, un ataque demoledor al relativismo filosófico-moral del popular ensayista y político liberal Isaiah Berlin.

No hay comentarios:

Publicar un comentario